Toda la vida me ha gustado entamar aceitunas aderezándolas en verde al estilo sevillano.
En el garaje de mi casa hago el cocido en sosa y luego, cuando la cocción ha llegado a su punto, las meto en agua para lavarlas y, cuando han perdido la lejía, las pongo en salmuera en depósitos de plástico para que fermenten plácidamente.
Todos los años me acuerdo de cómo mi madre se las ingeniaba para medir las concentraciones necesarias de la sosa y de la salmuera. Para ello les iba añadiendo agua hasta que un huevo gordo y fresco, al que pegaba una moneda de 50 pesetas, dejaba de flotar en ellas. Ese era el punto de la lejía para hacer un buen cocido y el de la salmuera para que hubiese una buena fermentación y que, al comerlas, no estuviesen ni saladas ni sosas. Yo utilizo un densímetro y sigo los consejos del Instituto de la Grasa de Sevilla, que, dicho sea de paso, en él trabajan los investigadores que mas saben de aceituna de mesa del mundo entero.
Por el mes de marzo ponemos en práctica lo que en mi casa ya es casi un rito y, con una ilusión que no decae con el paso de los años, abrimos el primero de los depósitos y, a la hora de comer, disfrutamos poniendo en la mesa un plato grande con las aceitunas del año.
No nos había pasado nunca, pero este año, después de abrir el último depósito que nos quedaba, cuyas aceitunas estaban de chuparse los dedos, pasados unos días, al llenar un plato, nos dimos cuenta que daban un olor poco agradable.
Dicen los Investigadores del Instituto de la Grasa que la zapatería de las aceitunas entamadas es una alteración que se provoca por contaminación ambiental, que hace que las aceitunas pierdan su color y su buen sabor por haber comenzado a pudrirse, y que produce un olor característico que recuerda al cuero mojado y al cerote que se utilizaban en las antiguas zapaterías. Posiblemente lo que nos había pasado es que nos habíamos dejado la tapadera del depósito sin poner, las aceitunas se nos habían contaminado y se habían puesto zapateras.
Recordé a Agustín, el zapatero de mi calle. En su taller, que no era más que un cuarto alquilado en el bajo de una casa, con increíble habilidad remendaba zapatos, les ponía talones que recortaba de viejas ruedas de coche y les ponía medias suelas de cuero que, para cortarlas, ponía en agua y luego, con una lesna de media caña, las cosía utilizando unos hilos de cáñamo muy finos y resistentes que, con gran habilidad, él mismo fabricaba untándolos de cerote. También fabricaba zapatos y botas de aquellos que duraban para toda la vida, que con satisfación exponía en el mostrador de su taller.
Agustín, además de hábil era un hombre increíblemente culto, que escribía con caligrafía perfecta. En no pocas ocasiones le observé escribiendo cartas para que sus clientes las enviaran a sus familiares que se habían ido a trabajar a Barcelona.
Era un hombre que, quizá porque no tenía hijos, a todos los niños de mi calle nos trataba con una ternura extraordinaria. Nos daba puntillas (clavos) y martillo para que las clavásemos en el tranquillo de madera de la puerta de su empresa, nos enseñaba a hacer cometas que, cuando no hacía aire, las hacíamos elevarse corriendo como locos por la calle, a fabricar cuerdas de cáñamo, a hacer globos que volaban poniéndoles una canastilla con una vela encendida y, de vez en cuando, como que no hacía nada, nos enseñaba lo importante que era estudiar para prepararse para el futuro.
Un día Agustín murió. Dijeron que le había dado un infarto. Aquel corazón no le cabía en el pecho. Ahora estará en el cielo, que es donde le corresponde.
También lo de mis aceitunas zapateras me hizo recordar, como no, a otro Zapatero. Prudentemente, como era la hora de comer, pasé página. Bastante disgusto tenía encima por haber perdido las últimas aceitunas del año. Para echarle leña al fuego tenía yo el ánimo.